OSCyL, Lucas Macías
3 y 4 de Mayo de 2019
No puede haber duda de que Hector Berlioz fue un genio, pero ser un genio no siempre garantiza un paso tranquilo por la vida. Su biografía da para una lectura extraordinaria, especialmente los relatos extraídos de sus Mémoires, bellamente escritos y a menudo hilarantes, que han sido capturados vívidamente en la traducción inglesa de David Cairns [y de forma no menos magistral por Enrique García Revilla en la reciente española]. Su padre era médico en una ciudad no muy lejana de Grenoble, a la vista de los Alpes; asumiendo que su hijo seguiría su misma profesión, cualquier inclinación musical fue básicamente ignorada. Como resultado, Berlioz nunca aprendió a tocar más que unos pocos acordes en el piano, y sus habilidades prácticas como intérprete se limitaron a recibir algunas lecciones de flauta y guitarra. Esos poco ortodoxos antecedentes musicales seguramente contribuyeron a su inconformista lenguaje musical. Fue enviado a Paris para asistir a la escuela de medicina, odió la experiencia y, en cambio, se matriculó en estudios musicales privados y, a partir de 1826, en estudios de composición en el Conservatorio de París. El sello de calidad para todos los estudiantes de composición del Conservatorio era el Premio de Roma, y en 1830 (en su cuarto intento consecutivo) fue finalmente galardonado con ese premio.